Desinfluenciarse como objetivo a corto plazo
La llegada de los influencers ha supuesto un cambio en el paradigma de las redes sociales, pero esto no es algo desconocido para la sociedad. Desde hábitos saludables, con vídeos en pleno Mercadona para que no compres algo que no sea orgánico, hasta una promoción de la slow life (una vida más lenta, tranquila, incompatible con la jornada laboral) en la que dedicas la mañana a hacer yoga, meditar y desayunar un bol de frutas del bosque (con lo caras que están) pasando por rutinas de maquillaje o cuidado facial con cincuenta pasos y que exigen al consumidor estar dispuesto a gastar al mes un sinfín de dinero en marcas cada vez más privativas. Lo sé, estoy haciendo un balance negativo, pero en parte hay que ser sinceros y admitir que la vida del influencer no tiene nada de realismo, al menos si la comparas con la vida del joven trabajador promedio.
La Real Academia Española (RAE) defiende influencer como un anglicismo usado en referencia a una persona con capacidad para influir sobre otras, principalmente a través de redes sociales.
Una palabra fuerte "influir", sobre todo cuando viene de la mano de comportamientos tan ajenos a nuestra vida diaria. Comprarse una casa con veinti y pocos años, tener su propia marca de pintalabios, sacar un libro, viajar cada mes a un destino paradisíaco o enseñar ropa nueva todos los miércoles, promoviendo el consumismo y el fast fashion en su máximo esplendor, aunque seguramente no se la pongan más de una vez porque la exposición les exige una renovación constante, o eso creen.
Pero, ¿cuál es la influencia? Como puede calar un discurso vacío en una sociedad que corre todos los días al trabajo, que no puede permitirse siquiera un alquiler de un piso individual con treinta años y lo sigue compartiendo con universitarios, que se hipoteca con los gastos de mantenimiento de su coche, que busca en el supermercado al final del día lo que ha bajado de precio para no llegar justo a fin de mes, que trabaja horas extra, duerme poco, reduce sus hobbies, para no ser expulsado de la rueda del sistema.
¿En qué punto de todo ese proceso puede cuajar el estilo de vida del influencer? Más allá de ser una buena propaganda para sumarse a nuevas recetas o comprar productos de x tiendas. Que por cierto, no deja de ser una migaja que nos hace sentirnos próximos a esa vida. Un premio de consolación al compartir rutina de productos de pelo con otra persona que cambia cada semana de productos porque las marcas le envían a diestro y siniestro opciones.
Muchas veces hablo con mis amigos que siento que voy tarde a todo. Especialmente para viajar y vivir experiencias. Aunque haciendo balance sea totalmente absurdo porque he visitado con 22 años seis países europeos y vivido experiencias que muchas personas no se han podido permitir. Aún así, siempre es insuficiente. Especialmente cuando entro en redes y vivo un bombardeo de imágenes y videos por todo el globo. Ciudades asiáticas, islas de la polinesia francesa, capitales europeas, un viaje en caravana por Australia o las siete maravillas del mundo. Todas ellas protagonizadas por jóvenes en la veintena cuya única responsabilidad es patrocinar productos y exponer su vida. Una vida digna de un cantante famoso o actor que te recuerda todos los días lo fácil que es disfrutar, comer rico y recorrer el mundo. Aunque tú, con tu trabajo no puedas hacerlo (y seguramente en el futuro tampoco).
Aún así, a pesar de esta contradicción los jóvenes somos los mayores consumidores de este tipo de contenido. Llenamos las publicaciones de comentarios, compartimos sus vídeos, compramos las cosas que recomiendan, entramos de lleno en su juego, como ratones atrapados en trampas que minuciosamente han colocado. Apenas oponemos resistencia y promocionamos su estilo de vida, dándoles un altavoz gratuito, para lo bueno y para lo malo.
Luego llega el golpe de realidad al ver qué el precio de la ropa en las tiendas es inasumible y un vaquero ha pasado a costar 30 euros. Un dinero que te condiciona el resto de la semana. O que independizarte por completo es imposible a corto plazo y los gastos del mantenimiento del coche (si tienes uno propio) te asfixian.
Todo esto genera como resultado un clima de frustración en el que parece que todo lo que tienes es insuficiente. Las comparaciones siempre han sido odiosas, pero es que antes no conocíamos lo que hacía absolutamente todo el mundo, tanto de nuestro entorno como de la otra parte de España. Exponer todo en redes ha creado un clima de competición constante y apatía hacia lo propio. Además de la sensación de estar perdiendo años de vida haciendo algo necesario --como el trabajo o los estudios-- por no obtener los resultados que ves en los perfiles de Instagram. Todo bajo un mantra repetido en cada publicación redes: romantizar tu vida. Incluso cuando es precaria.
La frustración no es culpa tuya, es consecuencia de este consumismo visual al que nos hemos visto expuestos, a pesar de no haber dado el consentimiento para ello. Es por el bombardeo sensorial de las redes sociales, ese escaparate irreal que promete que podrás vivir de esa forma si te esfuerzas, sin tener en cuenta el factor suerte, el dinero que tienes en casa o los contactos. Aunque te vendan que solo tienes que subir un video para vivir del cuento.
Y tú, ¿Quieres ser consumiendo una dieta rica en expectativas?
Lucía