El problema no eres tú, es el mito del éxito.
Estudiar la carrera que siempre has querido o como el sueño de tu vida se convierte en algo tóxico para ti.
Enfocamos mal los estudios porque existe una presión desde que nacemos con el triunfo y ser alguien en la vida. La universidad se ve como requisito, tener una casa, hijos, una familia estructurada al detalle, quizás un par de perros y veranear en algún sitio si la economía lo permite. Aunque las generaciones vayan cambiando, tanto de mentalidad como de planes de futuro, aún estamos influenciados por toda esa carrera de fondo hacia el éxito.
Un éxito que es utópico, porque todos hablan de él, pero no significa lo mismo para cada persona y pocos pueden afirmar que lo alcanzan sin renunciar a algo que quizás les hacía feliz, pero han decidido dejar por el camino buscando una meta mayor. Sin tener en cuenta que en muchos casos, la ambición no se conforma con nada y acabas siendo una pescadilla que se muerde la cola, a la expectativa de una pecera más grande hasta que llegas al océano y sigues insatisfecho. La búsqueda del éxito es relativa a cada uno, aunque existan ideas de base, como tener una buena casa, un buen trabajo o casarse. Quizás para ti el éxito sea un apartamento en la playa, para otro un puesto en la oficina de Google, no madrugar, dirigir una empresa, que te toque la lotería o vivir tranquilo con tu familia, teniendo salud. Con toda esa diversidad, ramificaciones del concepto acabamos precipitándonos a la idea del éxito colectivo, lo que se cree que se debe conseguir, lo que los demás esperan de ti.
Desde pequeños, generaciones y generaciones nos enseñan que debemos cumplir unas expectativas que luego nos autoexigimos en muchos casos de manera insana. No es un problema puntual, es algo que se lleva repitiendo años y años de historia. Y aparece la ansiedad, el TOC, cuadros depresivos, el autosabotaje, no saber cuándo parar, no sentirte realizado ni suficiente y muchos problemas derivados. Estando en mi segundo curso no sé cuantas veces me he comparado con otras personas y sus calificaciones, obsesionándome con rendir de una manera que mi salud mental no lo permitía. Necesitando que gente de mi entorno pisara el freno porque no era capaz de hacerlo por mí misma. Llevándome los problemas a la cama, siendo incapaz de valorar mi trabajo porque siempre podía ser mucho mejor. Sintiéndome estafada, decepcionada, cansada, en un bucle negativo de pensamientos intrusivos que solo me repetían, que quizás no estaba preparada para ser periodista. Y es cierto, no lo estaba porque abusaba de la autocrítica, sin disfrutar lo que hacía. Porque reproducía una y otra vez como un mantra, si no das el doble del máximo no serás exitosa, no serás nada en la vida.
El éxito no es algo que perseguir, es estar bien contigo misma, es sentir que estás orgulloso de lo que haces, no definirte por una calificación que solo valora un mínimo aspecto de todo lo que eres capaz de hacer, es saber cuándo parar, tener tus límites claros y no anteponer el llegar a una cima a tu estabilidad mental. El éxito es no necesitar la aprobación externa para sentirte bien, saber que con tu aprobación es suficiente. Que existen múltiples factores a la hora de evaluar un trabajo, al igual que distintas perspectivas y formas de verlo. Alternativas que igual desconoces y acaban siendo tu verdadera vocación, lo que te inspira a dar tu mejor versión.
El curso pasado, una asignatura que partía como una de mis favoritas, por relacionarse directamente con una de mis otras opciones universitarias, se convirtió en LA pesadilla para mí (Lo pongo en mayúsculas por todos los dolores de cabeza). Hiciera lo que hiciera, siempre había un pero, un más, una puntualización. No estoy en contra de ellas, son necesarias para mejorar, parte del proceso, pero hay algunas que llegan a afectar a la autoestima.
El problema está en ser incapaz de separar esa asignatura de ti misma, conviviendo con ella en todos los escenarios de tu vida, desviviéndote por entender el funcionamiento que tiene y cómo cambiar ese resultado a tu favor. En ese momento las evaluaciones semanales me revolvían por dentro, me daba ansiedad y siento que lo único que llegue a aprender realmente fue que saliera como saliera no iba a dejar que me afectara más mentalmente. Acepté que no siempre las cosas iban a funcionar, por más que me empeñase, que un ocho valía los mismos créditos que un cinco, aunque se viese más bonito. Tanta tensión, tanto estrés, enfado interno, acababa afectándome a mí, no a la asignatura, en una balanza, ¿Qué tiene más peso?
Aflojé el ritmo, aprobé y me dio igual esa nota, fue un pequeño logro.
Relativizar el éxito es parte del proceso mental que he tenido que hacer estos meses, para conservar algo más importante, que es mi salud y autoestima. Sigo en ello, poco a poco.
Y quizás sí, esa sea la clave de ser exitoso, encontrar y darle sentido a la palabra, aplicándola a lo que te hace sentir bien, y no eternamente frustrado.
Lucía.