Vive tu orgullo, pero en silencio
La primera vez que me gustó una chica iba en el colegio. Era más mayor que yo, me trataba muy bien, jugaba conmigo, me cuidaba. La verdad que tapaba con la palabra admiración, o amistad, algunos pensamientos como "De mayor quiero una novia como ella". Lo veía algo normal, natural, nunca me juzgue o preocupé por ello. No tardé mucho en aceptar mi sexualidad, pero sí en hablar sobre ella. Y cuando lo hice, todos parecieron sorprendidos. Lo que había normalizado en mi cabeza, exteriormente se veía de otra manera. Una época confusa, un desvío, una etapa, tontería temporal, experimentación, no saber lo que quiero. Mil formas de llamar a algo sin mencionar realmente lo que es. Decir mucho para no decir nada en concreto. Porque sí, la gente se preocupa en exceso por explicar cómo te tienes que sentir, mostrarte y actuar. Promoviendo lo que es correcto socialmente porque alguien hace tiempo lo ha establecido de esa manera y se ha convertido en lo "normal".
Me di cuenta del tabú que existía. Todo estaba bien si te gustaban los chicos, pero ojo, lo que tú ves como atracción hacia una chica, seguramente sea que estés confusa, eres joven, inexperta, las hormonas están alteradas y en un tiempo se te pasará y volverás a interesarte solo por hombres. Como si fuese una gripe, un mal pasajero. Nadie cuestionó nunca que me interesara un chico, ni me miraron raro, ni me preguntaron el porqué, ni como me había dado cuenta. Se daba por sentado que era algo normal, sin importancia. En primero de bachiller me fijé en una chica, la besé al acabar el recreo delante de todos. Fue uno de los momentos más sinceros de toda mi vida y recuerdo que sentí que me quitaba un gran peso de encima. Hasta que tuve que ponerme a dar explicaciones de por qué ahora me gustaban las chicas si siempre había hablado de chicos. Fue toda la presión externa, interrogatorios, exigencias, "pero que eres, lesbiana?", y búsqueda de definiciones por parte del resto lo que me hizo cortar al escaso mes con esta persona y dejar todo atrás.
Tiempo después, al romper mi relación más larga con una mujer, después de nueve meses en los que "salí del armario" como persona bisexual públicamente, aunque estuviera fuera de él desde que tengo uso de conciencia, una persona de mi familia me preguntó si ya me había decidido, si ya no me gustaban las chicas. Tanto trámite burocrático, tanta sinceridad, abrirme el pecho y sacarme lo que sentía, llorando, por miedo a que no se me entendiera. Empezar a mostrar mi relación con una mujer ante mi familia, ante mis amigos, ante el mundo en general, para que una vez terminada se me plantee el mismo discurso de elección. Como si tuviera que elegir una carrera a la que dedicarme toda la vida. Me sentí ofendida, frustrada e ignorada, pero sobre todo incomprendida.
Vivimos nuestra sexualidad en silencio, a oscuras, para nosotros mismos. A veces por miedo, al rechazo, por no querer aceptarla, por presión social o la violencia que hay al respecto. Nos obligan a etiquetarnos como si fuéramos un producto, exigiendo casi que te definas antes de que tú seas capaz de hacerlo. En estos años he tenido muchas dudas sobre dónde encajar mi sexualidad. Mismamente hace años creía que ser bisexual era sentirte atraído 50% mujeres y 50% hombres, primer error, dentro de la bisexualidad esos porcentajes varían en cada persona y tener preferencias de género no te hace menos bisexual. Las mujeres son vistas como un fetiche, los hombres, en cambio, son mucho más cuestionados, como si fuera una tapadera. Si bien es cierto que algunas personas pasan por la bisexualidad hasta entenderse al cien por cien y salir del armario como homosexuales, esto no es la norma. Existen prejuicios sobre todo este concepto, que como muchos otros se invisibiliza día tras día.
Ahora que has entendido tu sexualidad toca decidir si sales o no del armario, una expresión que personalmente odio porque parece que nacemos en un mueble escondido y es la sociedad la que nos ha obligado a lo largo de la historia a hacerlo. Vivimos en un espacio agresivo y profundamente arraigado a lo antiguo, a lo hetero normativo y patriarcal. Irónico teniendo en cuenta que en España somos líderes en avances sociales, pero hay una gran cantidad de delitos de odio que sufren repuntes cada dos por tres, especialmente durante este mes, el del Orgullo. Agresiones homófobas que nos hemos acostumbrado a ver hasta el punto que parece algo normal y que en 2020 superaron la cifra de 1400, aproximadamente 4 al día. ¿Qué hacemos? Simplemente mirar con pena el televisor, retuitear algunas noticias, o algún comentario de "vaya, qué lástima". La compasión queda bonita, pero no le cambia la vida a nadie.
No peleamos por modificar nada, mientras discursos de extrema derecha, de odio y legitimación de la violencia cogen fuerza o nuestro querido amigo hace comentarios tránsfobos. Hemos llegado al punto de normalizar que a nuestro alrededor exista esta esfera de violencia, verbal y física, en la que los insultos homófobos se pasan como bromas y nos creemos con la potestad de mandar sobre la forma de amar o ser de otras personas. ¿A qué tenemos que llegar para que esto cambie y podamos proporcionar un espacio seguro a las personas del colectivo? Están siendo asesinadas, acosadas, agredidas, menospreciadas. En redes sociales se viralizan imágenes de palizas, insultos, acoso a parejas, incluso en los propios comentarios de esas publicaciones anónimos continúan sembrando el odio, creando ansiedad en las víctimas que no han hecho nada más que querer. Por no hablar del ejemplo que damos como sociedad a los más pequeños, ¿Cómo se sentirá un niño al ver todo esto? Aterrado, confuso, inseguro y sobre todo pensará que vivir libremente no es una opción. No hay peor adoctrinamiento posible que el que nos inculcan desde pequeños con relación a la sexualidad y los roles de género.
Predicamos, haciendo llamamientos a la valentía individual, a la identidad, al love is love, al orgullo, pero no entendemos que nuestra amiga salga del armario como bisexual y este con un hombre, o un vecino se declare homosexual después de años en un matrimonio con una mujer, o nuestro hijo, al que hemos educado en el estereotipo masculino nos confiese que nunca se ha sentido cómodo en ese rol, y es una mujer. Un rol que, cómo bien dije antes, le metemos por un tubo, desde los colores, juguetes, ropa hasta tratamiento con otras personas y autogestión de sus emociones (Pero este es otro tema) Peor aún, sometemos a las personas trans a pruebas de fuego, obligándolas a demostrar que son un hombre o una mujer, por activa y por pasiva, preguntándoles su antiguo nombre, por sus genitales, por sus gustos o preferencias. Volviéndolas o bien un fetiche o un mono de feria. Catalogamos de maricón, a un cobarde o a tu amigo que igual tiene mayor responsabilidad afectiva o sensibilidad y de bollera a una mujer que viste lo que socialmente se considera "más masculino" o hacer un deporte. Hacemos distinciones, señalando con el dedo a personas que viven abiertamente su sexualidad , tachándolas de promiscuas, de escándalo público, por darse un beso por la calle, cuando nunca se ha cuestionado a una pareja heterosexual por hacerlo. Vivimos en esas personas libres nuestros conflictos internos, la frustración, el odio, de que ellos no tengan miedo de ser felices pese a las consecuencias que puedan recibir.
Estigmatizamos la sexualidad, la limitamos, etiquetamos, y sobre todo queremos apropiarnos de ella, decidiendo como tiene que ser, a nuestro gusto y según nuestras creencias.
Y no, no hay que llegar a la agresión, mirar y callar o perpetuar los nombres peyorativos, hacer comentarios, criticar su forma de vivir, y fomentar su continua estigmatización te convierte en cómplice. Reírte de una persona por su orientación sexual o su género también.
Soy bisexual, mi pareja es un chico y eso no tambalea mi primera afirmación. Vivo mi sexualidad de la manera más honesta posible y con orgullo. Y por eso es importante para mí que la gente de mi alrededor pueda vivirla segura, a salvo, al menos en lo que a mí respecta. Así debería ser siempre.