Subirse a la báscula
Desde que empecé a desarrollarme fui una niña bastante alta en comparación con la media, y sobre todo delgada. Dos adjetivos que si eres una aspirante a modelo en la industria de la moda encajan bien, pero que si los encuentras en una clase de la ESO da lugar a comentarios desagradables. Me llamaron tabla de planchar y de surf, nadadora (nada por delante, nada por detrás), bicho palo y otras muchas cosas que mi memoria ha archivado. Al menos eran originales, podéis pensar, pero imaginaos la gracia que le hacían a la Lucía de 14 años que se miraba al espejo y no encontraba curvas, solo una recta que parecía una autovía. A esa edad tan confusa, en la que no eres ni niño ni adulto, dependes mucho de la aprobación externa y aceptación. Además, está claro que existe una doble moral, el cuerpo delgado es bonito y alabado, pero casualmente muchas mujeres de mi entorno que han sido adolescentes delgadas y altas han sufrido burlas, miradas o preguntas incómodas por tener esa constitución.
Con el paso de los años, entrando en bachiller, dejé de recibir esos apodos por parte del resto, sustituyéndolos por mi voz interna, aún más descarada, dura y estricta, no tenía piedad. Encontré defectos por todo el cuerpo, sobre todo en mis costillas, los huesos de mis caderas, mis hombros, clavícula, piernas, brazos (y ya no hablemos de las curvas inexistentes) Si no quería usar tacones o plataformas para no parecer aún más alta, tampoco quería que se me notasen los huesos con la ropa. Mi mirada examinaba mi reflejo desnudo en el espejo y lo encontraba asqueroso. Me repetía que nadie me iba a querer nunca, que era horrible.
Añadimos a eso que nunca he sido una persona que coma mucho. Tengo poco apetito, me lleno rápido, al final todo suma y acabo comiendo por rachas, a veces más, a veces menos; mi metabolismo no ayuda a todo lo anterior, sin hacer deporte quemo muy rápido las calorías. Al final estaba yo, con mi inapetencia hacia la comida, por una parte, y la báscula mirándome de reojo en la otra.
El verano de selectivo alcancé mi peor momento a nivel físico. Mis padres llegaron a pensar que tenía anorexia, interrogándome a mí y a una amiga para ver si estaba siendo intencionado. Recuerdo que me dijeron que si no llegaba a una cifra no me dejaban irme a la universidad, por temor a que siguiese adelgazando sin parar. No encontraba consuelo en mí misma porque me hablaba mal, con un diálogo interno lleno de reproches, de insultos y mucha rabia. Quería comer, pero no me apetecía, una apatía que se instaló en mí especialmente durante el confinamiento y se fue expandiendo hasta llenarlo todo. Subirse a la báscula era duro porque me daba un número con el convivir a disgusto y que se apropiaba de mis pensamientos desde la mañana hasta bien entrada la noche. Acabé normalizando esa delgadez a través de redes, intentando engañar a la culpa interna, subiendo fotos en las que lucía abdomen marcado y piernas infinitas. Me quería autoconvencer de que me gustaba estar así, aceptando los cumplidos que me hacían por Instagram con una sonrisa mientras en casa me palpaba los huesos de la cadera sin parar. Ese verano fui casi siempre con pantalones largos porque me daba vergüenza enseñar las piernas. No hablemos de bikinis, usé muchos bañadores, camiseta en la playa, o disimulaba con determinadas posturas las zonas más problemáticas. Me acostumbré a esconder, a romantizar mi delgadez, a rendirme ante la pérdida de peso, dejando de subirme a la báscula. Estar delgada y sentirte a gusto con ello es una cosa, pero encontrarte fuera de lugar en tu propio cuerpo es un infierno.
Al entrar en la carrera empecé a ganar kilos muy lentamente y de forma irregular. Tenía picos de ganar tres o cuatro y luego perderlos, recuperar dos y de nuevo vuelta a empezar. No conseguía un equilibrio ni tomando estimuladores de apetito. Me llevo meses llegar a un objetivo que me había propuesto, pero aún más conservarlo. Mantenerme entre unas cifras saludables era complicado y mentalmente agotador. En segundo de carrera alcancé mi mayor peso, los 60 kilos. No quise entrar hasta este momento en cifras porque siempre he pensado que son muy destructivas, sobre todo cuando eres menor de edad y te comparas automáticamente con todo. Sin embargo, quiero mencionarlo aquí como orgullo personal, porque desde mi experiencia llegar a los sesenta kilos fue una liberación muy grande y un sí se puede. El número es simbólico, seguramente ya ande rodando por arriba o por abajo, pero el punto es que significó mucho para mí engordar o como yo lo llamo, salir del hoyo. Mirando atrás veo a una chica infeliz, que dedicaba demasiado tiempo a observar con lupa cada centímetro de piel, estresada por encontrarse incómoda con algunas prendas de ropa y con dolores de cabeza por la constante voz que repetía lo mal que le sentaba todo.
Cuando me veo ahora en el espejo no quiero apartar la vista por vergüenza, ni taparme, porque encuentro paz en el reflejo, me veo feliz haciendo planes, aunque impliquen ir con ropa de verano y no me da impotencia la idea de ponerme un pantalón corto aunque siga prefiriendo otras prendas. He empezado a tener esa capacidad de elección sobre que ponerme que hace tiempo no tenía, a gustarme con bikini y a dejar de esconder los huesos de mi cadera con las manos.
Hay mil experiencias con el peso, problemas al respecto y comentarios ajenos que no se han pedido. Hemos normalizado la crítica, exigiendo a la persona que nos dé explicaciones sobre su cuerpo o la situación del mismo. ¿Por qué estás tan delgada? ¿Es que no comes? ¿Tienes algún problema de alimentación? ¿Estás a dieta? ¿No ves que así de delgada estás fea? Así no le vas a gustar a nadie. Crecemos rodeados de la presión social con una pistola apuntando a nuestros cuerpos hasta dentro de nuestro seno familiar. De la evaluación y degradación constante con la derivada frustración que estas crean. Acabamos creyendo que le debemos explicaciones a todo el mundo y que tenemos que aceptar sus comentarios impertinentes. Crecer siendo una adolescente y el foco de apodos desagradables sobre tu físico no te hace más fuerte ni se tiene que ignorar. Todas esas palabras marcan a la persona que quizás ya está pasándolo mal con su reflejo en el espejo. A día de hoy, cuando me acuerdo de todo eso, no puedo evitar sentir lástima por mi yo de la ESO que acabó adquiriendo esos comportamientos crueles consigo misma, levantando murallas que tuvo que ir derribando sola con paciencia y mucho tiempo.
He vivido una situación complicada con mi cuerpo y he tenido un papel activo en la flagelación del mismo. Al hablar sobre esto quiero mostrar una realidad y es la mía, sin invalidar a otras mujeres. Engordar o adelgazar son procesos que se pueden volver una pesadilla para la persona que lo vive. Aceptar nuestro metabolismo y características es importante para avanzar y encontrar un equilibrio tanto físico como mental.
Tratemos de empatizar con ello o al menos no pongamos más obstáculos en el camino del resto. Las palabras marcan, hieren e importan, dejemos de verlas como algo inocente. Si estás pasando por un momento complicado con tu cuerpo mis redes siempre estarán abiertas para ti. Hasta la persona que aparenta más seguridad tiene complejos, quitémonos esa careta y mostremos una mayor realidad.
[2/6/2021 18:30] D: Porque valorar tu cuerpo es algo muy importante además es lo que siempre digo
[2/6/2021 18:30] D: Es el que tienes y con el que vas a vivir siempre
Gracias a mi pareja, David, por haber contribuido tan positivamente en todo este recorrido lleno de piedras. Sé que aunque se me quede alguna atascada me ayudarás a ver que se puede sacar del zapato. Te quiero.