La caja de Pandora de la memoria
Cuenta la leyenda que el titán Prometeo, en un acto de osadía, robó el fuego divino para entregarlo a los hombres, desatando la ira de Zeus. Como parte de su castigo, el dios del rayo ideó un regalo para el hermano de Prometeo, Epimeteo: Pandora, una mujer creada por los dioses, adornada con los dones más sublimes. Afrodita le otorgó belleza, Hermes la elocuencia, Atenea la sabiduría y Apolo la gracia de la música. Junto a ella, Zeus entregó una caja sellada, advirtiendo que jamás debía ser abierta.
Epimeteo, cautivado por la perfección de Pandora, ignoró la promesa hecha a su hermano de no aceptar regalos de los dioses, y la acogió como compañera. Sin embargo, la curiosidad de Pandora era más fuerte que cualquier advertencia. En un momento de descuido de Epimeteo, tomó la llave, abrió la caja y liberó de su interior todos los males que azotarían a la humanidad: enfermedades, sufrimiento, guerras, hambre y odio.
Cuando el contenido casi se agotaba, Pandora alcanzó a cerrar la tapa, reteniendo en el fondo un único vestigio: la Esperanza. Así, los hombres quedaron condenados a enfrentar las desgracias, pero siempre acompañados de ese luminoso concepto.
De alguna forma siento que nuestra memoria funciona como esa misteriosa caja. Un día hueles un olor o escuchas un sonido que despierta la bestia de tus pensamientos, provocando que tu archivo se abra de par en par. De golpe, tu día a día se llena de episodios pasados, de caras antiguas y voces oxidadas. Encuentras nostalgia en aspectos cotidianos y buscas similitudes en tus nuevos conocidos. Siempre he sido una persona muy desordenada. La que mueve el montón de cajón en cajón, esperando que se solucione solo. Actualmente, tengo algunos que ni soy capaz de abrir. Incluso en ese caos sufro arrebatos nocturnos donde se me da por clasificar la ropa del armario, hacer criba de papeleo y ver qué gorros están para el arrastre y cuáles pueden sobrevivir otro invierno más.
En todo ese cúmulo de montañas de ropa, donde podría perder a mi gato y no encontrarlo en una semana, me paro a pensar en los recuerdos que estoy construyendo para mí yo del futuro, la caja de Pandora se abre.
Así como las decisiones que he tomado sobre mis gustos. Los libros que he leído, las películas que menciono con amor, los espacios que me erizan la piel. Muchas veces hablo con mi novio de que sentimos en las primeras veces que quedamos. Él siempre bromea porque me encanta recrear el pasado, lo que no sabe es que es mi forma de mantener viva mi memoria. De alimentar esa emoción infantil de las primeras veces. Porque nunca se vuelve a sentir igual que la primera vez. Cuando no consigo dormir suelo montarme en un tren dirección a ese archivo cinemático de mi mente. Cada estación me saluda con su correspondiente letrero "familia", "amigos", "amor", "momentos vergonzosos"...
Los recuerdos se fusionan distorsionados, complicándome la tarea de visualizar con nitidez aquellos que busco. En ocasiones me frustro por ser incapaz de recordar el diálogo exacto que un día me hizo llorar de la felicidad. La primera vez que cogí a Simba en brazos, cuando era una bola diminuta que hacía el ruido de un pterodáctilo. El día en que nació mi hermana y me entraron los celos infantiles de la hija primeriza. El momento concreto en el que me enamoré de mi pareja sin saberlo. Mi ticket, como el de un regional, me permite hacer diversas paradas. Pudiendo recorrer con los dedos las cintas memorables de mis veintidós años de vida. Me descubro con el brazo escayolado por haberme caído corriendo en mi pueblo. Veo a mis padres llevándome al cine, al circo, parques de atracciones y acuarios. También la experiencia traumática de los piojos, que me dio ganas de arrancarme mechón a mechón el pelo. Los partidos de brilé en el instituto, luchando con las esponjosas pelotas amarillas. El primer paquete clandestino de tabaco, motivado por la excitación juvenil de estar haciendo algo transgresor. Bailar en la habitación escuchando Shes not afraid de One direction con los ojos pintados de sombras violetas (por aquel entonces me sentía la protagonista de un videoclip) Poco después, Zayn se separaba del grupo y yo sentí que se me rompía el corazón.
Entre todos esos recuerdos dulces también me encuentro con las discusiones en casa, los intentos por construir una personalidad en un momento en el que nada te gusta lo suficiente, los suspensos recurrentes en matemáticas, el encaprichamiento fugaz de un chico conflictivo (aunque recomiendo saltarse esta etapa) y las inseguridades físicas de cualquier adolescente que se autopercibe como un ser insuficiente para la sociedad.
En la siguiente estación me veo en selectivo, cubriendo el examen de latín tan rápido que me pregunto: "¿Estaré haciéndolo mal? ¿Cómo va a ser tan fácil?". El primer día de universidad y de golpe todo acelera. Cervezas Estrella Galicia, emborracharnos a las seis de la tarde, cafés de la facultad a 1'30€, proyectos en los que nos sentíamos auténticos periodistas, enfados y nuevas amistades. Escribo pensando en los discos con los que me obsesioné, las videollamadas con mis padres, los postres de mi abuela, la ciudad que me robó el corazón. No puedo evitar preguntarme: ¿Cómo nos cabe tanto en el pecho?
Ahora, en el tiempo de descuento estudiantil, también conocido como máster, me veo más adulta, consciente del valor de lo que estoy viviendo. Saboreando cada momento, su textura, para que no se me escape nada de ellos y poder mantenerlos vivos lo máximo posible. Aunque siendo sincera, sé que con el paso de los meses se volverán difusos y tan solo recordaré los fragmentos más estimulantes.
Pienso en la persona que recurrirá de la misma forma ansiosa con la que yo ordeno a estos momentos. Buscando con las yemas de los dedos los parches que cubren las heridas emocionales, ya cicatrizadas, sintiendo de nuevo las ganas de llorar de la emoción. Que sentirá cuando le venga a la mente las vacaciones en Albufeira con sus amigas. Volverá a escuchar el alboroto del Old Town mientras le ofrecen chupitos gratis en todos los locales y se queja de la música inglesa pidiendo que pongan una de reggaeton. Sentirá el tacto de la arena en los pies mientras el sabor de una hamburguesa de un puesto portugués le impregna la boca.
Pienso en qué buena decisión tomé en verme Sexo en Nueva York. Todas las bromas que compartí con Nara y Raquel, aunque con veinte años aún no sabemos lo que puede sentir Carrie, Samantha, Charlotte y Miranda. Debatimos quién se parece más a cada una. Nos reconocemos en sus errores. Empatizamos con su humanidad. Es un fiel recordatorio de la importancia de la amistad a lo largo de la vida. Espero que cuando recuerde estos años lo haga con cariño. Espero que cuando vea la serie de nuevo, pueda encontrar el rostro de las personas que ahora me rodean en sus personajes.
Pienso en las cartas que me han escrito mis amigos. En qué me encantaría poder guardarlas en un museo. Ajenas al tiempo y su deterioro. Para que las futuras generaciones puedan revivir lo que sentí cuando leí sus palabras. Que sepan cómo era tener veinte años en la década de 2020, que las preocupaciones que tienen ya las tuvimos antes.
Pienso con frecuencia en todas esas historias que me han contado mis abuelos y padres, los recuerdos que se han trasladado de generación en generación, como un libro que releo con gusto en mi mente, deseando que todo el mundo conozca para que perviva en la historia. También en las que me narra mi entorno: Xiana y su aventura por el continente americano descubriendo Brasil, mi amiga Bea que se mudó de la ciudad aunque sigue presente en ella, la historia de amor de Iria, la pasión por la fotografía que desarrolló Clara, el proyecto futbolístico de Laura que no deja de crecer; Andrea buscando la próxima fiesta de techno en la que poder bailar, el amor que siente Candela por el océano y la vida que alberga, Elena aprendiendo coreano porque ahora compartimos gustos musicales o Susan, intrépida, buscando siempre el próximo destino. Me veo reflejada en la incertidumbre de Iago ante un futuro laboral complejo y en la ilusión de Alber al cumplir sus metas personales, porque los triunfos de mi entorno también son los míos. Como también todos esos fragmentos de historias que algún día quisieron compartir y hoy guardo con cariño en mi caja de Pandora. Conviviendo con recuerdos de todo tipo, que de una u otra forma han perfeccionado lo que soy.
Estamos construidos por pequeños fragmentos de muchas vidas. Momentos encapsulados en una estantería infinita a la que tratamos de acudir a la desesperada intentando que ninguno se pierda. No podemos guardar nuestra memoria como un disco duro para el prójimo. No porque no sea posible, sino porque dejaremos de interesarle como tampoco nosotros sabemos apenas de nuestros antepasados. El ciclo de la vida nos vuelve temporales, caducos, como todas estas emociones abrumadoras que nos dirigen. Por eso pienso: ¿Qué importará el tatuaje que te hiciste con 18 si los más importantes los llevas impresos con tinta invisible en la mente?
A mis amigos y familia, gracias por construir recuerdos a mi lado.
A mí misma, gracias por haber aprendido a valorar cada momento.