El recuerdo como imperativo del cambio
Desde Galicia, la DANA parece una noticia lejana, casi como esas tragedias que nos llegan de otros continentes. La vida sigue adelante con una normalidad inquietante, como si el país estuviese dividido en dos mitades, separados por un océano invisible que nos aísla del desastre. Resulta casi cínico observar cómo, mientras en el sureste de España las personas pierden sus hogares y luchan contra la devastación, aquí los comercios abren sus puertas, los estudiantes llenan sus aulas y el sol brilla en el cielo. Pero basta con encender la televisión para que esa frágil ilusión de distancia se rompa de golpe, y una sacudida te recorra la espalda al recordar que esta catástrofe no está ocurriendo en un país lejano, sino en el tuyo.
De repente, esas imágenes de calles sepultadas bajo el barro, montañas de coches apilados, muebles hinchados por el agua y personas limpiando las calles en medio de la desolación no corresponden al tsunami de Tailandia en 2004 o al terremoto de Haití en 2010. Esta vez , el desastre es nuestro. Esas calles y casas sumergidas en el lodo están a tan solo unos kilómetros, esas personas que han perdido todo podríamos ser nosotros.
Y aún así, con el paso del tiempo, estas imágenes terminarán archivadas junto a otras tragedias que también nos marcaron, como la erupción del volcán en La Palma o los atentados que golpearon nuestro país. La memoria colectiva, en su implacable avance, se desvanecerá hasta el próximo aniversario de esta fecha, cuando rescatemos estas imágenes para recordarlas de manera temporal.
Mirando atrás...
Para los más incrédulos solo hace falta recordar que no es la primera vez que se produce una devastadora riada en Valencia. El 13 y 14 de octubre de 1957, un episodio de intensas lluvias provocó el desbordamiento del río Turia, que atravesaba la capital de la comunidad. Sus consecuencias dejaron 81 fallecidos y una ciudad semidestruida. Como respuesta a este fenómeno, el gobierno de la época, elaboró un plan de defensa de cara a futuras inundaciones basado en la desviación del río en las zonas de mayor peligro, la mejora del cauce urbano y la construcción del embalse de Villamarchante. Una serie de medidas que protegieron a la ciudad, pero abandonaron a sus poblaciones vecinas. Las zonas rurales una vez más siendo olvidadas. Tan solo cinco años más tarde, el 25 de septiembre de 1962, una nueva riada vuelve a protagonizar las pesadillas de miles de personas, esta vez en Cataluña, catalogada como la mayor catástrofe hidrológica de la historia de España. Las condiciones meteorológicas aumentaron el caudal del tramo final de Llobregat, del Besós y de sus afluentes, arrasando todo a su paso en la comarca del Vallés occidental y, en menor medida, en el Vallés Oriental y Barcelonés. Se calcula que alrededor de mil personas perdieron la vida a causa de la riada e innumerables familias se vieron damnificadas.
Con estos antecedentes cuesta encontrar una justificación que explique la ausencia de protocolos por parte de las comunidades, especialmente en el este de la península ibérica. La carencia de planes de acción son la muerte anunciada de unos ciudadanos cuyos gritos de socorro se pierden con el paso de los años.
Populismo, confrontación y decepción ciudadana
Nos encontramos en un momento de profunda crisis en la confianza hacia la clase política. Una generación de líderes está siendo despojada de cualquier máscara, dejando expuesta su falta de eficacia ante un pueblo que ya no está dispuesto a tolerar excusas ni enfrentamientos vacíos. En momentos tan graves, el populismo barato y los ataques entre partidos no sirven más que para aumentar la frustración, desviando la atención de lo que verdaderamente importa: la responsabilidad compartida de todos aquellos que ostentan un cargo público. Si bien es más fácil culpar al "otro" o hacer comentarios simplistas como “todos son iguales”, la realidad es mucho más compleja y exige una evaluación profunda, a la altura de los hechos.
Este es un momento que nos exige reconstruir el concepto mismo de la figura del político. Los ciudadanos necesitan representantes que, más allá de las diferencias ideológicas, sean capaces de trabajar conjuntamente para servir al interés común. La polarización extrema y la división partidista no pueden ni deben ser la prioridad en momentos de crisis. El pueblo necesita políticos que, en lugar de responder a intereses de partido, tomen decisiones en favor del bienestar común y demuestren que pueden estar a la altura de las necesidades sociales.
La responsabilidad y la autocrítica no son solo una cuestión de ética política, sino de supervivencia de la democracia y del contrato social. Hacer memoria y recordar los días negros que muchos afectados han vivido por fenómenos como la DANA es fundamental para no repetir los errores. La colaboración desinteresada de la sociedad española es ejemplo de cómo los ciudadanos pueden unirse en tiempos de necesidad. En casos como el desastre del Prestige o la crisis reciente con los pellets en nuestras costas, la ciudadanía ha demostrado ser el verdadero pilar de apoyo en medio del caos, mientras que la respuesta de las autoridades a menudo ha llegado tarde. Esto solo refuerza la necesidad de una clase política que aprenda a actuar de la misma forma, sin divisiones, dejando de lado sus diferencias para colaborar en favor del bien común.
Es evidente que el sistema necesita una limpieza profunda y una reorganización que priorice la responsabilidad y la cercanía con el pueblo. La política debe dejar de ser una lucha de poder y convertirse en un ejercicio de servicio público, donde la colaboración y el interés general prevalezcan sobre el oportunismo y la confrontación. La pregunta es: ¿Viviremos lo suficiente para verlo?
Autocrítica periodística
Como persona no puedo ignorar todos los sentimientos que me producen estos hechos, como periodista no puedo evitar hablar sobre ello. Estamos presenciando un atentado contra la calidad y la responsabilidad informativa. Uno de los mantras del periodismo es el contraste de las fuentes, un consejo que se suele transmitir a la ciudadanía para que promuevan su espíritu crítico y no se conforme con la primera noticia que ven. Una idea que se rompe en el escenario digital, donde incluso los medios buscan en las redes sociales fuentes para utilizar en sus publicaciones, algunas de ellas de dudosa procedencia. ¿Cómo estamos seguros de que lo que consumimos es veraz? ¿Acaso no es uno de los requisitos que deberían de prometernos los propios medios? ¿Cómo se puede escoger un buen medio donde informarse cuando la desconfianza se propaga como una epidemia?
Esta desconexión entre medios y audiencia es una señal del fracaso del periodismo en adaptarse. La ciudadanía ha perdido la confianza en la prensa tradicional y ha comenzado a buscar en redes sociales respuestas que los medios no les ofrecen, aun cuando lo que encuentran muchas veces es una cadena de rumores y bulos. Hoy, personas sin formación periodística se convierten en fuentes informativas, y con frecuencia, sus únicas "evidencias" son declaraciones ambiguas o datos sin respaldo, que, sin embargo, se difunden rápidamente y crean una atmósfera de caos. La estrategia en redes es clara: agotar a la ciudadanía a base de bulos y bulos que llegan a miles de personas, generando que acabemos dudando de todo. A su vez, el alarmismo se vuelve la referencia informativa en una crisis nacional. Esa información, disfrazada de libertad y presentada como una voz "del pueblo para el pueblo", usa ese mismo engaño para difundir cifras falsas de fallecidos, audios manipulados y afirmaciones sin fundamento, como la de que "están violando a mujeres en los pueblos afectados por la DANA".
Hemos fallado estrepitosamente como periodistas para que la población decida informarse en las redes sociales antes que por nuestros portales informativos. La ciudadanía ha depositado su confianza en un nuevo entorno donde los usuarios son prosumidores de la información porque no encuentran un medio fiable, actualizado, que explique de forma cercana y honesta todo lo que ocurre. Ellos deciden creer antes a otros usuarios que a los propios periodistas. Incluso cuando lo único que se aporta junto a una declaración es "un conocido mío de..." o "un policía que estaba en...". Datos vacíos que se viralizan como la pólvora y elevan la cifra de muertos en cuestión de minutos. Soy la primera en cuestionar la falta de actualización de fallecidos, por supuesto, pero ¿acaso es útil compartir bulos que tan solo elevan la crispación social y por supuesto la ansiedad de aquellas familias que aún cuentan con desaparecidos? Estamos presenciando el doble asesinato de estas personas, por parte del Gobierno que no decretó la alarma cuando se debía, y por parte de aquellas informaciones que anuncian la aparición de nuevos cadáveres en zonas en las que aún no se han realizado las búsquedas pertinentes.
Este es el futuro para los nuevos periodistas al entrar en un sector manchado, qué oculta información, que se ha convertido en una herramienta publicitaria para los políticos, que juega con el poder de ciertas imágenes y realiza una cobertura caótica, permitiendo que la desinformación campe a sus anchas, y que al mismo tiempo muchos decidan creerla por falta de alternativas.
El periodismo no debería de ser especular ni alentar el morbo con lenguaje belicista, es prudencia a la hora de compartir cifras, corregir datos erróneos, verificar la información y contextualizar debidamente. Es realizar un servicio ciudadano honesto, lejos del decorado, del atrezzo, de la falta de empatía. Las catástrofes tienen que ser un golpe en la mesa para elaborar protocolos y planes de acción. No me refiero tan solo a medidas de protección y políticas, sino también en los propios medios que entran en crisis interna cuando se producen estos hechos. Es imperativo que los periodistas establezcan protocolos de verificación y precisión en situaciones de crisis, reconociendo su papel crucial y la responsabilidad que tienen hacia la ciudadanía. Las imágenes de ayer, en las que se ve a la sociedad arrojando barro a los políticos acompañados de la monarquía, son el testimonio visual del agotamiento de un país. No queremos figuras públicas que posen melancólicas o discursos que solo llenen minutos en los noticieros; necesitamos acciones reales, empatía genuina y un periodismo que, en lugar de ser una herramienta de poder, sea un auténtico servicio a la comunidad.
Mirada al futuro
Cerrar la herida de un pueblo abandonado a su suerte requiere más que palabras: exige un compromiso real de todos aquellos que tienen el poder de narrar, registrar y reflejar la realidad. Los medios informativos, como guardianes de la verdad, deben asumir esta responsabilidad. Cada vez que un medio falla en su obligación de informar de manera honesta y cuidadosa, no solo traiciona su ética profesional, sino que también inflige una herida adicional a quienes ya lo han perdido todo. La falta de rigor o de empatía en la cobertura informativa revictimiza a los afectados, perpetuando su dolor.
En este contexto, el recuerdo no es simplemente un ejercicio de memoria; es una herramienta de cambio. Recordar las tragedias, las pérdidas y los fracasos colectivos se convierte en un imperativo moral que nos obliga a aprender y a mejorar. Cada tragedia no solo debe recordarse en los aniversarios, sino servir como un recordatorio constante de lo que aún queda por hacer. Al mantener viva la memoria de los fallecidos y afectados, nos convertiremos en motor, pero también en presión para la construcción de un futuro en el que estemos preparados y de unos representantes políticos valientes, a la altura de las necesidades del pueblo.