Sobre desnudarse sin quitarse la ropa
Hablando con una amiga, sentada en un banco de piedra sobre el miedo a la vida, me doy cuenta de lo difícil que es a veces exteriorizar esos temores en público. Son ese tipo de temas que a todos nos aterrorizan aunque sea un poco, pero, sin embargo, hemos pactado que solo se mencionen lo justo y necesario. Parece que lo adecuado es ser valiente, afrontar los cambios con positivismo y buena cara, aunque por dentro estemos temblando. Por eso, cuando encuentro a una persona con la que compartir estos pensamientos, me siento afortunada, como si el universo hubiese dicho: "Hay más como tú, deseando gritar en voz alta". La realidad es que, en un trayecto de bus, nos cruzamos con personas con miles de preocupaciones, muy distintas entre sí, imposibles de palpar en el ambiente, pero tan reales como las nuestras.
Quizás el miedo a mostrarse vulnerable es mayor que el resto de los miedos, más lejanos, como un ataque de tiburón o la posibilidad de sufrir un accidente. Al final, ¿qué es más sencillo, desnudar nuestro cuerpo o nuestra alma?
La semana pasada recibí las notas finales de la carrera. Aún me falta la gestión del trabajo de fin de grado y saber qué puntuación tengo en él, pero, siendo realistas, esto se ha acabado. Aunque sigo algo disociada al respecto y no consigo ordenar las emociones que este hecho me produce. Quizás, hasta entregar el TFG, siga anestesiada en esta especie de curso, que se siente como uno más y no como el final de una etapa. Aún dudo cuando me preguntan mi edad, y los 18 se han quedado atrás en la respuesta, o cuando me subo al tren sintiendo que es mi primer viaje y no llevo unos cuantos bonos de media distancia a mis espaldas. También me parece raro entrar en el expediente y ver que he cursado todas esas materias, entregado todos esos trabajos, que hoy se sienten lejanos y a la vez tan recientes como la lluvia que se queda en la acera de mi calle de Santiago. He cambiado de habitación, de intereses e incluso las ideas que tenía sobre mi futuro, pero todo ha sido tan natural que no lo percibo como las vivencias de varios años. Es como si el tiempo dentro de mí se hubiera detenido y el mundo se precipitase hacia una maratón en la que he participado inconscientemente.
Mientras escribo estas líneas, me miro en el espejo que cuelga en la pared. Hasta mi apariencia ha sufrido alteraciones, desde mi pelo, que hace nada lucía perfectamente cortado por los hombros y ahora cubre totalmente mis pechos, hasta mis ojos, que han perdido esa ansiedad hacia la vida, o al menos han recuperado su brillo. Hace tiempo que no llevo el piercing con el que empecé la carrera, y hacerme el eyeliner es algo para ocasiones especiales. Valoro más mis rasgos, escondo menos las ojeras y las manchas que se me forman alrededor de las mejillas. He dejado de tener vergüenza al usar tacones o plataformas porque me he dado cuenta de que ser alta es algo que me define y, por lo tanto, no debo esconder.
La decoración de mi cuarto ha cambiado. Sigue lleno de libros, en todos los huecos posibles, algo que sigue definiéndome y que me saca una sonrisa cuando alguien visita mi casa y destaca los montones que cubren los muebles de mi habitación. También hay muchas más flores que antes, me recuerdan inevitablemente el paso del tiempo. Por eso he empezado a comprar aquellas que son capaces de congelarse eternamente, como las siemprevivas de la cómoda, que no recuerdo cuándo se establecieron en ese jarrón con nitidez. Me gusta escuchar el tintineo de los jarrones, sentirlo tan frágil y a la vez tan conocido, cuando mi gato se cuela entre los libros o trata de morder los estantes. Me confirma que, aunque todo esté sujeto a cambios, seguiré encontrando la comodidad en ese sonido.
En días como hoy, en los que todo va aparentemente bien, normal, rutinario, es cuando más me atacan esos pensamientos, bombardeando cada emoción positiva que noto en el pecho. Llevo varias noches acumulando esos pinchazos, que van acompañados de la necesidad de enumerar una y otra vez las tareas que tengo que hacer, obligandome a sacar el bloc de notas para apuntarlo todo. Pienso en cómo me podré mantener en el futuro, acostumbrada a las comodidades de mi casa, en cómo conseguiré trabajo y si el sueldo será suficiente, en si podré plantearme siquiera tener hijos o si todo será demasiado precario. Quizás no encuentre ni un piso que pueda pagar y que a la vez me guste. O quizás no podré viajar como soñaba porque todo el dinero se va en la compra mensual. Pienso en modificar mi currículum, cambiar el LinkedIn, en coordinar el máster con conseguir algo de experiencia. También en que este será oficialmente mi último gran verano y eso es triste. Nunca volveré a tener todo este tiempo. Pienso en que la gente envejece a mi alrededor, lo seguirá haciendo esté cerca o lejos, a una gran velocidad. Incluso yo, que siento que sigo en mis 18, me acercaré lenta pero firmemente a otro número redondo. Ya no cumpliré 20 de nuevo, tampoco viviré aquí eternamente, ni tendré la única preocupación de estudiar. No sé si me gustará mi nueva vida o me pasaré viviendo en la nostalgia de lo que un día fui y fue. Quizás lo que más miedo me da es eso, que nunca nada se acerque a la comodidad que siento ahora. Que lo que venga sea demasiado complicado, duro, gris.
Vértigo, miedo, angustia, frustración o incertidumbre son las palabras que he sumado a mi vocabulario estos últimos días. Todas ellas fruto de 1) el estilo de vida maratoniano que nos imponen desde que nacemos y 2) la precariedad actual. Naces, creces, estudias, trabajas, compras un piso o una casa, te casas, tienes hijos, nietos, envejeces y te mueres. En ese tiempo decides qué quieres hacer, con apenas 17 años y un sinfín de hobbies completamente opuestos, una pequeña idea de cuál de todas las carreras que existen te puede interesar (al menos de las que conoces, porque muchas otras pasan desapercibidas) y pierdes la oportunidad de explorar otros campos que quizás, con más tiempo e información, serían los tuyos. Luego, cursas el grado, FP, máster, acudes a clases particulares de inglés, te sacas el carné y listo para la vida adulta. A trabajar hasta que te puedas jubilar, si para entonces la jubilación sigue existiendo. Todo esto en un contexto en el que independizarte es un lujo, el precio de la comida alcanza récords a diario y tienes un sueldo que no te permite llegar con tranquilidad a fin de mes.
Supongo que tener una crisis de identidad es un paso obligatorio al acabar la carrera e incorporarte al mundo laboral. ¿Y si lo que me hace feliz no me permite tener una buena vida? ¿Y si encuentro trabajo lejos de las personas que quiero? ¿Y si directamente no lo encuentro y no puedo pagarme un piso? Y si, y si, y si, tantos y si sin respuesta, que a una persona como yo, a la que le gusta tener el control sobre el futuro, solo consiguen abrumar. La solución es simple: el control es una utopía, una idea que en sí misma parece posible, pero después de la pandemia ha demostrado no ser más que un concepto frágil. Quizás en el futuro existan más pandemias, quizás me dé cuenta de que mi vocación es otra o quizás encuentre el trabajo de mis sueños y además me permita pagar una buena casa.
Hablando hoy con una amiga no he encontrado otra solución que no sea bajar el volumen a todos esos pensamientos sobre el futuro, por difícil que sea. La realidad es que los miedos seguirán ahí, como también sigo temiendo a los tsunamis o a las arañas. Y como tampoco he dejado de meterme en el mar por miedo a las olas o he abandonado mi casa al encontrar un insecto, tampoco puedo dejar de vivir por miedo a los obstáculos que puedan aparecer por el camino.
Lucia