Hipnotizados por la sonrisa del reflejo de la Mona Lisa
Hace unas semanas volví al Louvre por segunda vez, con obras apuntadas en el bloc de notas y mucha ilusión por ponerme de nuevo las gafas verdes de la curiosidad ahora que cargo con mayor experiencia en el mundillo artístico. En mi primera visita, hace cinco años, aún no había vivido la revelación de tener la asignatura Historia del Arte, que, pese a haber cuadrado con una pandemia de por medio, creó una nueva necesidad en mí.
Sin embargo, una de las consecuencias negativas del famoso universo artístico es que se ha corrompido (especialmente con la llegada de las redes sociales y el postureo). Ensalzamos obras que alguna persona dijo en su día que eran importante y dejamos en la oscuridad destinada al olvido a otras muchas que podrían haber sido toda una referencia mundial. Un golpe de suerte coloca a unos pocos en la cima y deja al resto de los mortales en tercer plano.
Bajo esta premisa nos encontramos con la Gioconda, el plato fuerte por excelencia del Louvre y uno de los mayores reclamos europeos. El retrato más famoso del mundo es obra de Leonardo da Vinci y pertenece al renacimiento italiano. Utilizando la técnica del sfumato, que aporta una mayor inmersión en la atmosfera al subir el cuadro en una neblina que difumina los contornos, el artista creo todo un icono artístico. A pesar de sus dimensiones, tan solo 77cm x 53 cm, contaba hasta hace un tiempo con 200 metros cuadrados exclusivos para su contemplación.
La Gioconda es el punto de peregrinaje de numerosos fieles.
La Gioconda reúne a un sin fin de manos levantadas que apuntan sin flash hacia ella.
La Gioconda mira, pero no ve ojos, sino objetivos de móviles y cámaras de todos los tamaños y nacionalidades.
Curiosamente, la mayoría de personas que la visitan la ven a través de una pantalla, como podrían hacer desde sus casas y no pagando la entrada del museo.
El efecto hipnótico de la Mona Lisa atrae a turistas frenéticos por acceder a una sala colapsada de personas que han recorrido las interminables estancias del Louvre con el móvil desbloqueado, en busca de la presa. La mayoría de cuadros del pasillo anterior no gozaran de la atención ciudadana, tampoco sus compañeros de sala, quizás de reojo, pero nunca la plena congregación de peregrinos ante el vidrio que los separa de la pieza. Ni la distancia de seguridad proporciona aire en esa habitación abarrotada, que se vuelve claustrofóbica como una tienda en el primer día de rebajas.
Lo mismo ocurre con el artista Van Gogh, que aglutina en una de las salas del museo de Orsay, caracterizado por sus magníficos cuadros impresionistas, a cientos de visitantes que disparan hacia una de las versiones de la famosa habitación. Sus compañeros de museo no correrán la misma suerte una vez más. Monet, quizás sí, pero, ¿alguien se acuerda de cómo se llamaba el pintor del cuadro de al lado?
Que nuestro único contacto con el arte sea a través de una optativa de segundo de bachiller no ayuda. Difícilmente podemos lograr un nivel básico en esta disciplina a través de estas clases. En mi caso, gracias a la profesora que impartía la asignatura, desarrollé el amor que hoy en día le tengo. Sin embargo, que el sistema educativo esté basado en una fórmula teórica orientada hacia la rama científica condiciona que los jóvenes quieran saber más sobre áreas como el arte. Destinada a ser un complemento, la enseñanza artística siempre se ha visto solapada y menospreciada por sus compañeras, las que proporcionan "salidas de verdad". Preferimos que nuestro hijo sepa mucho de matemáticas antes que pueda tener conocimientos artísticos que le proporcionen cultura general más allá de los dos cuadros más famosos. Luego nos extrañamos que en los museos la mayoría de los artistas pasen inadvertidos.
A esto se le añade que el mundo del arte se basa en el nivel de trascendencia de sus nombres y no tanto en pararse a mirar un cuadro, al detalle, y encontrar en él un significado propio. ¿Cuántas veces nos paramos en un museo a mirar a un artista desconocido? ¿A encontrar esos juegos de pincel que valoramos en los grandes?
Simplemente, a disfrutar del cuadro, sin agarrar el móvil del bolsillo para inmortalizar la visita.
Hemos estado aquí, ¿pero hemos estado de verdad? La sensación que me provoca este tipo de visitas a grandes museos es agotamiento. Una visita que debería de ser agradable se vuelve ansiosa y precipitada. El entorno se mueve como una ola a determinados cuadros, arrastrando al resto de peces al mismo punto. Luego de la foto podemos irnos orgullosos, hemos conseguido inmortalizar el momento culmen de la visita.
Quizás la solución sería prohibir los móviles y obligar a los turistas a vivir la experiencia plena, lejos del mundo digital y el propio postureo. Lejos de las apariencias, de los compartidos y la necesidad de parecer más interesantes de lo que somos. Solo el cuadro y tú, mirándoos cara a cara.
El arte provoca sensaciones, pero, para ello, debes de estar abierto a experimentarlas. Las tecnologías son como una barrera de seguridad que distraen al ojo humano de vivir ese tipo de momentos. Solo parándote a mirar un cuadro por unos minutos podrás darle tu propio significado. En tu próxima visita opta por estar presente. Sacar fotos con el móvil es un complemento, pero no pierdas la oportunidad de vivir una experiencia real, palpable. Recuerda el momento a través de tu memoria, no de tu galería del móvil.