Sobre la calma del hogar
Hace mucho que no público aun escribiendo cada día. He retomado el hábito de hacerlo a papel, en una especie de libreta que hace la función de diario de las emociones en la que vacío cada gota de ansiedad para distanciarme de ella.
Me he dado cuenta a partir de todo ese trabajo de redacción introspectiva que soy una persona muy nostálgica. Nostálgica del pasado y nostálgica por un futuro incierto, anticipándome a sentir la tristeza y melancolía de lo que aún no se ha dado. Este fin de curso implica un cambio de habitación, de cama, de espacio. De un cuarto que mil veces dije que odiaba por el simple hecho de estar lejos de casa y ahora me cuesta pensar en que quizás nunca lo vuelva a pisar. Es curioso porque normalmente no le damos importancia a estos lugares tan fugaces de la vida universitaria y aquí me encuentro triste porque esta semana será mi última noche en él. Habrá más escenarios, más camas, más habitaciones, más casas. Nunca volverá a ser esta.
Pienso en que el año que viene implicará un cambio mayor, una etiqueta, un mejorar currículum, un decidir que hacer, buscar trabajo, mirar máster, encontrar piso. Decisiones como seguir en una ciudad o marcharme a otra, seguir estudiando o lanzarme al mundo laboral. Hace nada empezaba la carrera, en una cama, una habitación, un espacio. Ahora salto a otro y de ahí, ¿A dónde?
Están siendo semanas de pocas horas de sueño y mucho café para que la falta de descanso pese lo menos posible. Días de vértigo ante la recta final del curso, de miedo, porque en unos meses empezaré mi último año en la carrera y dejaré de ser universitaria para colocarme el título de graduada. Graduada en muchas cosas, aunque el nombre oficial sea 'Periodismo'.
También me río, me río mucho, fruto de la desesperación cuando veo las páginas de apuntes que me quedan por mirar y la falta de tiempo para hacerlo a mi ritmo, con pausas.
Sin embargo, cuando vuelvo a casa consigo apaciguar todas esas emociones que cada cierto tiempo empiezan un tiroteo por hacerse con el poder.
Vivir en Ourense es como transportarme a un universo paralelo. Estar aquí me ayuda a desconectar del mundo, a permitirme descansar y dedicarme tiempo. Vivir fuera de la ciudad me ayuda a tomarme la rutina con calma, dejar de socializar cada hora del día y hacer esas cosas que solo valoro cuando estoy en casa. Me preparo un bol de frutas del bosque, que están muy caras para comprar por mi cuenta, hago deporte sin agobiarme porque no hay gente a mi alrededor ni me siento observada, tomo el café al sol mientras leo con el gato al lado y disfruto del silencio que rodea cada acción. Una calma que me permite refugiarme en esos pequeños hábitos que he perdido a causa del estrés, los horarios y la necesidad constante de correr de un lado a otro, a por el bus, al gimnasio, a clases. No tengo que encender la pantalla del móvil para ver si llego al bus o efectivamente lo pierdo. No tengo que hacer la compra porque la despensa y nevera están llenas, tampoco me tengo que privar de comer entre horas porque no tengo un dinero justo para la semana ni que bajar al supermercado a por otro cartón de leche de avena. Me despierto sin el sonido de la alarma y desactivo la manía automática de revisar las notas para ver todo lo que tengo programado para el día.
Solo aquí agradezco que me digan, vete a dormir que es tarde porque soy incapaz de apagar la luz y dejar el móvil. Solo aquí disfruto hablando durante las comidas y no me encierro en las últimas noticias de Twitter. Solo aquí soy yo sin la necesidad de ser mil personas a la vez, capaces de afrontar cualquier problema, trabajo, contratiempo.
Me gusta ser allí y me gusta ser aquí, pero a veces necesito volver para ser capaz de permitir a la Lucía hiperactiva un descanso del mundo y todas las actividades que conlleva.
Supongo que es lo bonito de vivir entre dos ciudades, las infinitas posibilidades que estas te ofrecen.
Es curioso que esa tranquilidad que ahora valoro antes era sinónimo de aburrimiento y me pasaba las horas deseando transportarme a otra parte, a un piso céntrico que me permitiese vivir rodeada del ruido, las voces y el tráfico. Cerraba los ojos y me imaginaba viviendo en una metrópolis de esas que te obligan a viajar en metro para reducir las distancias porque todo es tan grande que caminar no es una opción. La euforia adolescente se ha traducido en el realismo de la madurez y sobre todo, en saber valorar los espacios en los que me ha tocado vivir estos años.
Ya no sueño con esas ciudades llenas de nubarrones de contaminación, aunque no descarto pasar unos meses en ellas. He dejado de lado ese sueño americano de mudarme a una capital con "c" mayúscula y he dejado de pedirme un Starbucks de siete euros por la marca. Me gusta descubrir nuevos cafés en ciudades pequeñas y acogedoras, que te permiten respirar aire puro y recorrer a pie sus calles. Me gusta la cercanía de la gente y pararme a saludar a los perros de la zona porque la gente no vive corriendo mirando el móvil.
Me gusta reflexionar sobre esto porque acaricio todos esos cambios y me hacen sentir más yo que nunca. Ojalá mi yo de 2017 pudiese leer lo que escribo y dejar de idealizar el exterior para empezar a valorar lo que tiene cerca. Aunque eso le quitaría toda la gracia al proceso.
Lucía.